Una inteligencia artificial para el futuro

Jeff Hawkins es un ingeniero informático que lleva treinta años tratando de comprender los cerebros humanos. Cuando empezó en este negocio, tenía una vaga idea intuitiva acerca de los problemas de la Inteligencia Artificial (IA). Ahora está seguro: la IA, tal y como la conocemos, no conduce a ninguna parte.

Según Hawkins, ni la redes neuronales, ni los sistemas expertos, ni siquiera las máquinas de Turing, conseguirán nunca ser remotamente inteligentes porque no intentan imitar al cerebro humano. Y es cierto: todos los métodos desarrollados hasta ahora han preferido imitar el comportamiento del cerebro en lugar del cerebro mismo, porque se ha considerado que el cerebro es demasiado complejo como para crear una réplica de él, aunque sea simplificada.

Hawkins opina que no es para tanto. Es, sin duda, el informático que más tiempo ha pasado estudiando neurología, así que dispone de una perspectiva del asunto bastante diferente al resto de nosotros. Y asegura que estamos más cerca de lo que parece de lograr una máquina realmente inteligente.

Según su teoría del cerebro, llamada marco de memoria-predicción (memory-prediction framework), éste, aun siendo un órgano muy intrincado, debe ser fácil de reproducir porque las operaciones que realiza tienen que ser forzosamente sencillas. Fundamenta esta opinión en el hecho de que la velocidad de proceso de las neuronas es muy inferior a la velocidad de proceso de los circuitos semiconductores de los ordenadores y, sin embargo, el cerebro realiza con pasmosa facilidad y en una fracción de segundo operaciones de las que no es capaz el más potente ordenador concebible en un tiempo mucho mayor. Por lo tanto, el problema no está en la velocidad de proceso, sino en la forma en que se procesa la información.

Por ejemplo, intente usted programar un brazo robótico para que coja al vuelo una pelota de tenis. Supongamos que con una cámara capturamos la imagen de la pelota acercándose al brazo, y que un programa de ordenador basado en IA convencional controla el movimiento del brazo robótico. Cuando la pelota sale de su posición inicial, el programa tiene que resolver un conjunto de ecuaciones bastante simples para calcular, aproximadamente, cuándo llegará a la altura del brazo robótico. Después, tiene que resolver otro conjunto de ecuaciones, éstas mucho más complejas, para calcular el ángulo de movimiento de cada articulación del robot, y conseguir que llegue a cortar a tiempo la trayectoria de la pelota. Conforme la pelota se aproxima, la cámara obtiene información más fiable sobre su posición y su velocidad, por lo que el programa de IA tiene que rehacer continuamente todos los cálculos para adaptar ligeramente la posición de las articulaciones del robot y lograr así el objetivo.

En definitiva, el programa de IA ha realizado montones de cálculos complejos en una fracción de segundo. El cerebro humano necesitaría días o semanas para hacer lo mismo. ¡Y, sin embargo, somos capaces de atrapar la pelota sin ninguna dificultad!

Evidentemente, concluye Hawkins, nuestro cerebro no trabaja de ese modo: hay algo profundamente erróneo en la forma en la que hemos enfocado hasta ahora la IA. Tiene que haber alguna forma muchísimo más simple de resolver este problema, u otros muchos para los que la IA tradicional aún no tiene soluciones satisfactorias.

Hawkins asegura estar cerca de entender cómo resuelve el cerebro de forma sencilla estos complejos problemas y, por lo tanto, también asegura estar cerca de poder emular los mecanismos cerebrales en una máquina. Es decir, construir una máquina inteligente.

No falta quien asegura que no debemos construir este tipo de máquinas. Es un debate interesante, pero hoy pensemos sólo en las aplicaciones más inmediatas que podríamos obtener de máquinas inteligentes. Éstas son sólo algunas aplicaciones evidentes, porque toda nueva tecnología tiene a medio y largo plazo unas repercusiones impredecibles.

  • Automóviles inteligentes. En la actualidad, los automóviles tienen muchos sistemas de seguridad controlados por ordenador (antibloqueo de frenos, control de estabilidad, etc), pero con esta tecnología sería posible construir vehículos que pudieran tomar decisiones realmente inteligentes con una fiabilidad muy superior a la humana. Reduciríamos la siniestralidad en las carreteras de forma drástica. Y lo mismo es aplicable a otros medios de transporte.

  • Reconocimiento del habla. Si los ordenadores pudieran entender el habla natural, se podría prescindir de los teclados, los ratones y otros dispositivos artificiales de entrada-salida. Esto beneficiaría sobre todo a personas con problemas de visión o de movilidad reducida.

  • Reconocimiento de imágenes. Un ordenador inteligente conectado a una cámara podría saber sin asomo de duda cuándo un extraño está tratando de forzar la puerta de su casa, por ejemplo.

  • Máquinas sabias. La velocidad de proceso de un ordenador digital es muy superior a la del cerebro humano. Un cerebro digital inteligente pensaría a una velocidad endiabladamente superior a la nuestra. Podría leer y asimilar bibliotecas enteras en una fracción de segundo. Una vez educado con todo el conocimiento humano, podría seguir razonando más allá y realizar avances impredecibles en la matemática, la física, la biología… y también en las ciencias sociales, la psicología, la medicina… En diez segundos de reflexión llegarían a conclusiones que a nosotros nos costarían toda una vida. Sin duda, mentes con esa velocidad de pensamiento, y que no se cansan ni se aburren, resultarían útiles de formas que no podemos ni imaginar.

  • Máquinas creativas. Si un cerebro humano atípico puede hacer cosas asombrosas (como el de Einstein al concebir la teoría de la relatividad, o el de Beethoven al componer el concierto para piano número 5), imaginen lo que podría lograr un cerebro con una velocidad de razonamiento y una capacidad de almacenamiento varias unidades de magnitud mayor.

  • Percepción adaptada a lo muy grande. Nuestro cerebro está muy condicionado por nuestro sistema sensorial. Por ejemplo, estamos preparados para interpretar la radiación electromagnética en un intervalo de longitudes de onda muy reducido, correspondiente a la luz visible. Pero una máquina inteligente puede entrenarse y aprender a utilizar sistemas sensoriales muy superiores. Puede aprender a interpretar la radiación infrarroja, los ultrasonidos o las ondas de radio de baja frecuencia del espacio profundo. Puede, por ejemplo, recibir información de sensores climáticos situados por todo el planeta e interpretar esa información con la misma naturalidad con la que nuestra retina interpreta la radiación visible. Una máquina así podría predecir el tiempo a escala global con una precisión sin precedentes. Máquinas similares podrían predecir terremotos, erupciones volcánicas o aproximaciones de meteoros con absoluta seguridad. De modo similar, podríamos construir máquinas que comprendieran y predijeran migraciones de animales, cambios demográficos, propagaciones de enfermedades, etc.

  • Percepción adaptada a lo muy peqeño. En el otro extremo, podríamos construir sensores diminutos conectados a una máquina inteligente que aprendiera a comprenderlos y procesarlos. Observando el comportamiento de las proteínas, por ejemplo, estas máquinas predecirían de qué forma se plegaría una proteína partiendo de su secuencia de aminoácidos, algo que los microbiólogos aún no han logrado. O cuándo, por qué y cómo una célula muta y se conveierte en cancerosa, acercándonos el remedio de ésta y otras enfermedades. El misterio de la vida estaría mucho más próximo a desvelarse.

Las implicaciones de esta tecnología, como ven, pueden ser fabulosas, como también sus riesgos. Hawkins asegura que, como en otras tecnologías, la evolución de ésta seguirá probablemente una curva exponencial, y que ya hemos recorrido gran parte de la zona de crecimiento lento. Pronto, posiblemente en el transcurso de una generación, empezaremos a ver los frutos (si nuestra especie no se ha autodestruido antes, por supuesto) y el mundo, tal y como lo conocemos, habrá cambiado para siempre.

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